Stay Away

Vampiros, hombres lobo, monstruos, fantasmas, brujas, zombis, serial killers trastornados en su tierna infancia, extraterrestres y platillos voladores, exorcismos en sánscrito, adolescentes semi-desnudas perseguidas por maníacos con motosierras y máscaras de piel humana, virus alienígenas del espacio exterior, jueguetes asesinos poseídos por el demonio, pesadillas y sueños eróticos de muerte y canibalismo, sangres de todo tipo, hordas de niños predadores... todo eso y más en
LA BOCA DEL MIEDO.

viernes, 12 de marzo de 2010

Publicación Bimestral. ISSN Nº 1852-8910. Año 1. Número 2. Marzo-Abril 2010.


Notas sobre los “falsos documentales” en el cine de terror (2/4).

por Matías Moscardi.

SEGUNDA PARTE: TRANSICIÓN (1960-1980)

1. La cámara deseante



Empecé estas notas, en el número anterior de La boca del miedo, con una cita de Susan Sontag según la cual la cámara sería algo así como la sublimación de un arma y el hecho de fotografiar a alguien implicaría un asesinato simbólico. Bueno, Peeping Tom (1960), de Michael Powell, es la versión psicótica, sin metáforas, de la idea de Sontag.
Mark es un fotógrafo profesional que de día trabaja en un estudio cinematográfico como operador de cámara y de noche saca fotos de señoritas semidesnudas, del tipo “soft-porn”, en la parte trasera de una tienda de dulces. Además de este trabajo, tiene un hobbie sin límite de horario, ad-honorem: filmar los asesinatos que él mismo comete.
Su cámara es literalmente un arma: una de las patas del trípode es una cuchilla que sirve para apuñalar en la garganta a las víctimas (todas mujeres) y filmar, en simultáneo, un primer plano de sus rostros. A eso le llamo “matar dos pájaros de un tiro”.
Peeping Tom introduce, a su modo, más preguntas y diferentes problemáticas a la cuestión de los “falsos documentales”. Si bien la película no asume el formato estricto del documental (aunque lo central del argumento es, efectivamente, el documental que está filmando Mark), es insoslayable porque, ante todo, cultiva una forma innovadora de narrar, un nuevo punto de vista, a saber: la primera persona, la visión subjetiva que aporta la cámara de mano que usa Mark para asesinar a sus víctimas y a través de la cuál nosotros, los espectadores, vemos todos los asesinatos. Si Lacan hubiera visto esta película, habría babeado de emoción. Porque además de explotar el tema de la cámara subjetiva (que, si nos ponemos exquisitos, ya aparece esbozada, de alguna manera, en la escena final del suicidio en Spellbound (1945), de Alfred Hitchcock) la película de Powell articula una verdadera teoría de la mirada.
En efecto, arranca de lleno con el primer plano del ojo del asesino. Cámara y ojo, filmar y mirar, quedan, así, homologados. El lugar de la cámara ya no es el lugar de la Verdad. Filmar, según la dinámica de Peeping Tom, es excitante: el lugar de la cámara es, estructuralmente, el lugar del deseo.
Pero eso no es todo, hay algo de histeria en el deseo de Mark: le gusta filmar a sus víctimas sólo cuando ellas lo están mirando o, en el mejor de los casos, cuando lo están filmando. Hay una escena que para mí es genial: un asesinato en un set de filmación. La chica rubia nunca estuvo detrás de una cámara. Mark la invita a probar lo que se siente. Ella lo empieza a filmar. Él desenfunda su pequeña cámara y empieza a filmarla a ella. “¿Qué haces?”, pregunta ella con ingenuidad; “Te filmo mientras me filmas”, responde Mark y, un minuto después, la mata.
Detalle importante: Mark usa un espejo en su cámara para que las víctimas vean sus propios rostros en el momento de la muerte. La cámara es ojo y espejo a la vez. Por eso, lo excitante de lo Real es menos mirar que ser mirado; lo mismo ocurre, hace unos años, en los Reality Shows de nuestra época.
En este sentido, Peeping Tom apunta un dato de avanzada: las cámaras constituyen y modifican nuestra forma de desear. En un momento, Mark no quiere filmar a la persona que ama y cuando, como suele ocurrir, la chica le pide explicaciones por su resistencia, Mark le dice: “Todo lo que filmo, lo pierdo”.

2. La cámara cínica




En 1978 apareció un documental promocionado con una banda roja de advertencia que anunciaba: prohibido en cuarenta y seis países. Estoy hablando de Faces of death, el falso documental ultra violento, dirigido por Conan Le Cilaire. Si prestamos atención, el documental (que personalmente me pareció insoportable) comienza con un detalle interesante: la cámara ocupa el lugar de un cuerpo intervenido quirúrgicamente. Lo que vemos es lo que vería cualquier persona que haya pasado por la experiencia de ser operada: un grupo de cirujanos escarbando nuestro cuerpo. Así empiezan Los rostros de la muerte: con una cirugía de corazón que termina mal.
El documental intercala escenas que podríamos catalogar como material filmográfico real, con escenas claramente falsas. Por ejemplo, vemos una pelea hasta la muerte de dos perros pitbull (que dicho se de paso, en un momento, me hicieron acordar a una vez que vi cómo unos ruggbiers de raza, elegantes y bien vestidos, golpeaban brutalmente a una persona, a la salida de un boliche, en Alem, MdP); vemos también un gallo decapitado cuyo cuerpo sin cabeza aletea y se retuerce casi por un minuto; vemos cómo es un día adentro de un matadero; vemos escenas del mundo animal que, en general, recuerdan los documentales de Discovery channel; en fin… Al lado, intercalado, nos muestran la falsa ejecución de una sentencia de muerte; un matrimonio en un restaurante, pegándole en la cabeza con un martillo a un pequeño mono, que ocupa el centro de mesa, para comer sus diminutos sesos; una entrevista con un asesino a sueldo (¿?); un grupo de místicos que se comen un cuerpo en vivo y después terminan en una orgía y un avistamiento de dos fantasmas (¡!).
El doctor Gross, patólogo y supuesto colector de las escenas que vemos, funciona como una especie de Virgilio, acompañando al espectador con su voz en off. La música de la película me hizo reír muchísimo: porque las escenas más cruentas estaban suavemente acompañadas por el tintineo de una melodía de jazz. En un momento, una especie de ecologista es accidentalmente envuelto en llamas y de fondo escuchamos una canción que dice: “Jesús ya no vive más acá”.
Pero lo destacable, el giro fundamental en las notas que venimos desarrollando, es que la cámara ha adquirido cinismo, perversidad: puede mirar sin sentir culpa, se ha vuelto imperturbable frente a la muerte. Porque Gross censura las escenas con sus comentarios pero, a la vez, hay cierta fascinación por el objeto, cierta cercanía. Ocurre lo mismo cuando vemos, en cualquier canal de actualidad, una noticia sobre alguna catástrofe cotidiana y notamos que el camarógrafo podría estar ayudando pero, sin embargo, lo vemos demasiado ocupado tomando un primer plano de un cuerpo mutilado o de un cráneo hecho puré; y entonces nos preguntamos: ¿Por qué no larga la cámara y hace algo? o ¿Cómo carajo hace para seguir filmando? Bueno, podríamos pensar, después de ver Los rostros de la muerte, que los medios masivos, cada vez con mayor frecuencia y naturalidad, nos muestran la realidad utilizando las mismas técnicas que en una película de terror.

3. La cámara ideológica



Imaginemos, por un segundo, una versión de El proyecto Blairwitch (1999) filmada en el Amazonas y en lugar de la bruja, pongamos a una turba iracunda de caníbales sedientos de venganza. Bueno, eso es, más o menos, Holocausto Caníbal (1980), dirigida por Ruggero Deodato. Sin duda, la película del italiano fue parte del botín que ágilmente robaron los directores de Blairwitch. Pero lo que en la película de fines de los noventa se nos presenta como elemento sobrenatural y velado, fuera de campo, en Holocausto Caníbal es, nada más y nada menos, que una representación del Otro, filmada sin medias tintas. Es decir: cambiamos lo sobrenatural por lo natural y lo invisible por lo concreto.
Cuando vi esta película pensé, casi de inmediato, en los problemas que Tzvetan Todorov plantea en su libro La conquista de América: la cuestión del Otro. Porque ahí, por primera vez, Todorov piensa ya no en las ventajas reales de los conquistadores españoles (digamos, armas y caballos) sino en sus estrategias simbólicas, en sus formas de representar al Otro y someterlo, finalmente, por medio del lenguaje.
En la película de Deodato, un grupo de cuatro adolescentes yanquis, pasados de rosca, se interna en el Infierno verde (así le dicen), para filmar un documental sobre una tribu de caníbales que habita en el corazón de las tinieblas. Los chicos no regresan nunca más. Entonces se organiza una expedición de rescate que termina por encontrar las filmaciones de los niños perdidos. En las cintas, podemos ver, a través de una cámara de mano, cómo los adolescentes irrumpen en la selva como si se tratara de una versión gore del festival de Woodstock. Excitados y fuera de control, estos niños incendian una choza con indios adentro, ejercitan la costumbre del gatillo fácil y terminan violando a una mujer de la tribu. Pero como sabemos, toda fiesta, invariablemente, tiene un final. Los indios se revelan y se los comen crudos, pagándoles, con intereses incluidos, las retribuciones del Karma.
Lo interesante de esta película es que, a la par del documental, vemos su proceso de edición: una cadena televisiva quiere lanzarlo al aire y el antropólogo que encontró la cinta se niega; pero como los caníbales de las cadenas televisivas son difíciles de persuadir, el antropólogo los invita a mirar el documental, de principio a fin. Después de las escenas más cruentas, a los hombres de corbata se les fueron las ganas.
El mismo cinismo que vertebra los Rostros de la Muerte, también está presente en Holocausto Caníbal; pero acá está puesto en jaque: la forma de filmar y el objeto son interrogados ideológicamente: ¿Quiénes son los caníbales? ¿Los indios peinados como Carlitos Balá? ¿O los niñitos megalómanos yanquis? En la película de Deodato, el terror no está representado por la otredad cultural sino por la otredad que reside en el corazón del Yo. Como dice Terry Eagleton en Terror Santo, un libro extraordinario: lo que nos resultaba ajeno y aterrador es en verdad tan próximo como nuestra propia respiración.

En el Número 3 de LA BOCA DEL MIEDO: Notas sobre los “falsos documentales” en el cine de terror (3/4). TERCERA PARTE: RESURGIMIENTO (1990-1999).

Sobre La cabina, España, 1972. Dirección: Antonio Mercero. 34 min.




Por Pablo García.


Tagline: Tomá pelón, la venganza de los agorafóbicos.

Antes que nada, como Campanella ahora tiene un Oscar en su haber, quiero prestigiar lo siguiente diciendo: el protagonista de la cabina es José Luis López Vázquez, quien encarnara a Don Aquiles en Luna de Avellaneda. Ahora sí…

Mucho antes que The ring y la cantidad de películas que le siguieron (One missed call -ambas remakes niponas-, 7eventy 5ive, Nite Tales, etc); antes de la invasión de los celulares e incluso aventajando en un par de décadas a la privatización de En-Tel, Mercero encontró en el teléfono un elemento digno de temer.

Y no siempre el miedo radica en la carraspera de la voz del otro lado del micrófono, ni en amenazas; es más, en este caso no las hay, lo cual parece decididamente peor. La cabina, basada en un cuento de Juan José Plans, cuenta una historia sencilla, breve (34 minutos) y, por lo mismo, intensa: un tipo acompaña a su hijo a tomar el micro escolar, entra en el compartimento telefónico y descubre que el aparato no funciona, en el mismo lapso la puerta se cierra a sus espaldas para no volver a abrirse en lo que resta de cinta.

Entonces, ¿qué tiene esto de terror? No hay sangre, no hay sexo, no hay asesinos ni monstruos, no aparece un maldito cadáver hasta los últimos 2 minutos de película, ¡qué diantres! Justamente la reconfiguración de ciertos lugares comunes del género parece ser uno de los mayores aciertos del film. Sin ser terminantes, la gran mayoría de los relatos de terror, desde Walpole a King, o de Murnau a Bustillo, por ejemplo, se suceden entre la oscuridad y la incertidumbre; aquí cada segundo pasa a plena luz del día. Insisto, no es exclusividad de este mediometraje, pero sin dudas es algo novedoso, más aún teniendo en cuenta que se trata de una obra de principios de los 70.

Lo mismo ocurre con la locación. Y esto sea tal vez más general todavía. Seguramente, como en lo anterior, por resabios románticos, estas historias suceden en los límites. Si ya no resulta necesario abstraernos en un país lejano y en un castillo, sí parece indispensable marcar otro tipo de fronteras, un intersticio entre la cotidianeidad, absolutamente maleable, y un campo donde nuestros dominios se vean relativizados o desplazados casi. Por eso tantas historias de desiertos y rutas, por eso los seres bestiales del mar, por lo mismo un uñas largas se nos mete en los sueños y a llorar a la gruta.

Volviendo, vaya que son escuetos los dominios de la calva víctima en esta película: no exceden los límites de su cuerpo. La cabina está ubicada en el medio de una plaza céntrica, con decenas de personas que lo observan, e incluso algunas que intentan ayudarlo, no parece el cuadro más propicio para un ataque terrorífico. Me cago en los preconceptos diría el gallego bigotón, pues el peligro sigue presente a pesar de todo, no necesita esconderse porque es mucho más poderoso. ¿Qué? ¿Quién? En la imposibilidad de formar una imagen del ente maligno, en tanto no se sabe a qué atenerse, es que crece la desesperación.

Por otra parte, al descomponerse el teléfono, el protagonista pierde la voz. Afuera nadie puede escuchar sus gritos. Así el uso de la palabra hablada es raro en el desarrollo de la película, pero sobretodo se vuelve intrascendente: podría tratarse perfectamente de cine mudo que no se perdería casi nada. Por tal ausencia de diálogo, cobra un mayor relieve la musicalización, especialmente en la segunda parte, cuando un camión de la empresa de teléfonos recoge la cabina y la transporta con cliente y todo por las calles madrileñas. Recién en este trayecto el prisionero comprende lo irremediable de su situación. La velocidad del viaje se traduce en la música y llega al clímax con una serie de estridencias y coros demasiado agudos, paranoicos, claustrofóbicos, que retumban en el eco de un túnel.

Párrafo aparte para la penúltima escena: la cabina llega a un depósito y, trasladada por un brazo mecánico, es acomodada entre otros cientos de cubículos rellenos de esqueletos y cadáveres. Rendido, las manos, la ñata contra el vidrio, el tipo de la corbata horrible se desliza, hasta el piso.

Luego sólo quedará tiempo para que un montón de hombrecitos de mameluco armen un nuevo cubículo en alguna parte y la cámara tome un último plano corto del teléfono. ¡Guarda! Nunca te olvides el celular.

La crítica española contemporánea recibió la película como una crítica al autoritarismo, a la violencia y la arbitrariedad en días del franquismo. El director, por su parte, negó una intención social del film; yo, por la mía, no le creo. Más allá de esto, parece interesante resaltar ciertas vueltas de tuerca que se aprovechan de manera efectiva y consistente. Pero basta de hablar, ver la película lleva menos tiempo.

Sobre Jisatsu Sâkuru (El Club del Suicidio) Japón, 2002. Dirección: Sion Sono.




Trailer:


http://www.youtube.com/watch?v=jWemCzcgXws&feature=player_embedded

Tagline: Un viaje poético que mezcla el gore y la nouvelle vague. Destino: el misterio de la epidemia de suicidios en Japón.

Por Iván Moiseeff.

Conocí a Hiroaki hace unos años en una casa de Chacarita, en una de esas típicas fiestas de PH. Actores conversando en los pasillos, directores derrumbados en sillones explicando proyectos, grupos de borrachines y toxicómanos gritando canciones y golpeando los azulejos dentro de baños diminutos, y coreógrafos y bailarinas moviéndose en un living convertido en pista de baile, las sonrisas intermitentes bajo las luces de colores.

Él había llegado de Japón a participar del Festival de Video Danza de Buenos Aires. Comenzamos ha hablar en un dialecto trabado, hecho de palabras en español, inglés, japonés, mímicas y entusiasmo. Le pregunté sobre Japón. Me dijo que estaba bien, el único problema era que muchos adolescentes se suicidaban (apoyó la palma de su mano sobre la garganta y, con la otra, cerró el puño sobre su cabeza). Muchos, también, se cortaban (deslizó un dedo índice por el antebrazo, varias veces, a toda velocidad). Últimamente, algunos habían desarrollado un comportamiento fóbico que los hacía recluirse en sus habitaciones durante meses y a veces años. (1) Es muy preocupante, dijo.

Al día siguiente fui a verlo bailar. Si bien me cuesta conectar con la danza contemporánea, su coreografía me impresionó. Sobre un fondo de luces que se prendían y apagaban formando barras simétricas, su baile me hizo pensar en algo maquínico, en una pieza que se niega a participar del engranaje general. El siniestro de una falla, de la rebeldía contra el sistema.(2)

Una noticia que leí en el diario un tiempo después me hizo pensar sobre la importancia de no salirse del sistema en Japón. El artículo contaba la historia de unos trabajadores humanitarios japoneses que habían caído prisioneros en Irak, durante la guerra. Al volver a casa, la bienvenida fue agria. La gente los repudiaba por haber desoído la advertencia del gobierno de no viajar a la zona de guerra. Los recién llegados, decía el cronista, estaban más angustiados que durante su cautiverio, cuando hombres enmascarados los picaban con cuchillos ante una cámara, para reclamar que las tropas japonesas se retiren de Irak. (3)

Unos años después, una película me hizo recordar a Hiroaki: “Jisatsu Sâkuru” (“Suicide Club”), de Sion Sono. Se trata de la primera parte de un estudio poético sobre el suicidio en Japón. (4)

“Jisatsu Sâkuru” es una perturbadora combinación de recursos del gore, la nouvelle vague y el surrealismo. Podemos contemplar las columnas de una estación de subte chorreadas de sangre cuando una veintena de colegialas decide saltar bajo el tren, observar largamente a un sereno sentado sobre su escritorio durante su vigilia o ver como una cabellera negra, larguísima, surge de los rodillos de un fax en una oficina vacía.

Sion Sono, que además de director es poeta, no busca colocar el horror en los temas recurrentes del último cine de terror asiático: el fantasma en la red (“The Ring”), el torturador minucioso (“Audition”) o la casa embrujada (“The Grudge”). La película señala el espanto en la vida cotidiana: en la alienación. “Jisatsu Sâkuru” pone de manifiesto un sistema de vida donde la incomunicación y el bloqueo sentimental de un permite que, con la misma facilidad con que uno decide llenar un rato de ocio con cualquier nimiedad (¿cortarse las uñas?), mire la ventana, de unos pasos y se precipite al vacío.

(1) Este fenómeno, supe después, se denomina “hikikomori”.


(2) Para ve algo de Hiroaki Umeda, clic acá:


http://www.youtube.com/watch?v=gMJhMxtlsig&feature=related


(3) “Del cautiverio en Irak a la humillación en Japón”, Norimitsu Onishi, La Nación


(http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=595358)


(4) La siguió la precuela “Noriko No Shokutaku” (2006); una película sensacional. La tercera parte aún no fue filmada.

Los pantanos del terror


Tagline: un recorrido vertiginoso (1959-2008) por películas con escenarios un poquito viscosos.

Por Walter Ch. Viegas

El terror es como Dios: está en todas partes. Todo lo ve. Acecha desde cada rincón oscuro, desde cada mansión mohosa, desde cada bosque solitario... Los sets son al terror como el grito a la scream queen. Cada lugar extraño del planeta, por árido o desolado, exótico o imaginario, inexplorado o místico, ha generado desde siempre una fascinación enferma, convirtiéndose en el escenario elegido por el género fantástico para desplegar las más atroces historias de espanto. Un ejemplo son los decorados de los estudios Hammer, cuyo sello de fábrica era claramente el énfasis puesto en su diseño gótico, logrando inspirar un profundo desasosiego en el espectador aún mayor que el producido por las escasas apariciones del monstruo de turno, que podía ser visto apenas unos instantes a lo largo de toda la película.

Uno de esos sets privilegiados, sobre todo en el cine americano, son los pantanos. Infinidad de historias del cine fantástico y de terror están ambientadas entre árboles añosos y esteros infestados de alimañas (recordemos los mitos de Chtulhu de Lovecraft). Inaccesibles, misteriosos, parecen esconder amenazas antiguas o secretos olvidados. Recordemos algunas pelis de pantanos:

Alligator people (Roy Del Ruth, 1959) es un clásico de la ciencia ficción que transcurre en el Bayou de New Orleans. Allí, una pareja de recién casados es separada al partir el tren, dejando al novio abandonado en un pueblo sureño desconocido. Más tarde, ella descubrirá que fue víctima de un fallido experimento que está transformando a todo el pueblo en gente lagarto!

Challenge of the Superfriends (Los Superamigos, 1978) es una serie de animación en la que la Liga de la Justicia (con Superman, Batman y la Mujer Maravilla a la cabeza de los superhéroes de DC) luchan contra la Legión del Mal (Lex Luthor, Bizzarro y Cheetah, entre otros). Mientras el moderno edificio del Salón de la Justicia se encuentra emplazado en medio de Metropolis, el cuartel general de los supervillanos, El Salón del Mal, es un domo intergaláctico sumergido bajos las aguas de una ciénaga. No es complicado descubrir el motivo por el cual se asocia el Mal con ese escenario temible lleno de cocodrilos!

The swamp thing (Wes Craven, 1982) es otro clásico bizarro de la productora Troma, con la reina de las películas de terror mainstream de los 80’s, Adrienne Barbeau (The fog). Dirigida por un entonces desconocido Wes Craven (responsable de éxitos de taquilla, como A nightmare on Elm Street), el protagonista es el Hombre del Pantano, una especie de hombre-planta que muta a causa de un derrame químico industrial, filmada en locaciones reales de pantano. Con pocos cambios en la trama, Troma lanzaría The Toxic Avenger, una saga clase-B sobre un hombre transformado en el Vengador Tóxico.

Angel Heart (Alan Parker, 1987) rebautizada en estas tierras como Corazón Satánico. En este policial sobrenatural, Mickey Rourke interpreta a Harry Angel, un investigador privado de los años 50’s que es contratado por Louis Cyphre (o Lucifer, encarnado en la piel de Robert De Niro) para encontrar a un deudor (de alma) que se ha perdido en New Orleans. Historia cargada con referencias bíblicas, voodoo, rituales afro-americanos y cuanta imaginería relacionada con los pantanos del Mississippi podamos recordar.

Shy People (Andrei Konchalovsky, 1987) pasó desapercibida por los cines porteños. Jill Clayburgh es una periodista citadina que lleva a su problemática hija a visitar a unos parientes lejanos en los bayous de Louisiana. Allí son recibidos por Barbara Hershey, una mujer esquiva y poco comunicativa que esconde secretos familiares cargados de violencia. Pronto se desatará el conflicto, cuando el aislamientote las islas pantanosas empiecen a sembrar la locura en los personajes. Uno de los hitos de la película es el hijo encerrado en una jaula, reinterpretación de la “loca del ático” tan habitual en la literatura decimonónica (recordemos a Jane Eyre). En esta historia, los pantanos juegan un rol central en la descripción de una historia en la que los climas pesan tanto como las palabras.

Midnight in the Garden of Good and Evil (Clint Eastwood, 1997) se llamó aquí Medianoche en el Jardín del Bien y del Mal. Un reportero de la ciudad, interpretado por John Cusak, investiga el asesinato de un hombre que se supone involucrado sentimentalmente con un notorio magnate de New Orleans (Kevin Spacey), quizás el responsable del crimen. Película de atmósferas y personajes, tiene uno de sus mejores momentos en una escena en los pantanos donde una bruja ciega invoca a medianoche a las ánimas en pena. Mención aparte para la impresionante interpretación de Lady Chablis, una drag queen representándose a sí misma y que tiene su momento incómodamente galante con Cusak.

The Skeleton key (Iain Softley, 2005), estrenada aquí como La llave Maestra. Otra historia de voodoo y ritos siniestros: la bella Kate Hudson es una enfermera que llega para cuidar a un viejo hemipléjico hasta una antigua plantación situada al borde de la ciénaga. La dueña de casa, la excelente Gena Rowlands, esconde un macabro plan que le permitirá a través de sortilegios poseer a la joven y seguir viviendo en su cuerpo.

True blood (Allan Ball, 2008) es una serie original de HBO en la que Anna Paquin (la nena ganadora del Oscar por The Piano) es una mesera enamorada de un vampiro en una utópica Louisiana donde conviven humanos y seres sobrenaturales. Los bayous y terrenos cenagosos son el complemento perfecto para dar atmósfera a esta historia coral en la que abundan chupasangres, brujas, demonios y otras yerbas extrañas.


Sobre Videodrome, Canadá. 1983. Guión y Dirección: David Cronenberg.



Tagline: Cara cuadrada, dejá la caja boba.

Por Esteban Prado.

Esta vez no voy a hablar de Max Renn, de las alucinaciones que sufre, de la alegoría de la carne fresca ni de las transformaciones corporales que lo vuelven poco menos que un mutante. Me interesa particularmente la atmósfera porque, si se le presta atención, se advierte que todo el proyecto Videodrome no tiene sentido alguno y no es más que uno de los posibles desvíos de algo que ya ocurrió.

Tal vez deba escribir sobre Videodrome, aunque insisto en cumplir mi palabra (lejos de Max Renn). Sucede que existe un grupo de científicos que ha estado investigando las consecuencias y las posibilidades de la exposición a los rayos catódicos de la T.V. y también de la posibilidad de la reproducción doméstica e infinita de cualquier filmación a partir del video-cassette. Barry Convex y Brian O`Blivion son los pioneros. Al explotar las posibilidades del video-cassette, O`Blivion abandona su cuerpo y concibe otro modo de vida: una gran videoteca con filmaciones caseras de sí mismo; en cambio, Convex explota los efectos sobre el espectador. Parece ser que entre ambos lograron manejar la mente de quien asiste a uno de sus videos y que Convex traicionó a O`Blivion usándolo para sus propios fines: nada relacionado con una revolución hacia la concepción de una nueva variante de vida sino el castigo al consumidor de pornografía.

Cuando Max Renn, por engaño de uno de sus asistentes, ve uno de los videos de Videodrome.
Perdón.

Traía a colación Videodrome para decir que en realidad el proyecto no es más que otro de los vicios o desviaciones de la propia T.V. No hay nada en la película que no esté relacionado con ella y si bien parece haber un enfrentamiento entre subversivos, los autodenominados carne fresca, y el stablishment, los que quieren usar Videodrome para castigar a los consumidores de pornografía, violencia y snuff, no hay dudas de que el combate se da después de un dominio absoluto de la T.V. En ese sentido, podría decirse que el film de Cronenberg plantea una sociedad post triunfo de la T.V., en donde los debates sociales que se dieron en torno a ella ya no tienen ninguna importancia. En la película, la T.V. ya es el mecanismo monopólico que controla a la sociedad. El proyecto Videodrome, propuesto por Cronenberg, no pretende ser una alegoría de lo que vendrá, la T.V. llegó para quedarse y, a partir de esa premisa, hay grupos que investigan como hacer más efectiva la manipulación, nada más.

En el segundo párrafo dije que me interesaba particularmente la atmósfera y que no iba a hablar de Max Renn, consecuente con eso, voy a cumplir mi palabra. En la película no hay respiro: de principio a fin, la T.V. es protagonista. La primera imagen es la imagen de una T.V. y a partir de ahí habrá muy pocas escenas en las que no haya una, por lo menos en segundo plano, hasta que por fin la sensual boca de Nicky Brand extienda los límites de la pantalla y trate de acercarse a Max. El doble suicidio de Max también tiene que ver con esto, pero no importa. Para hablar de la atmósfera basta con mencionar al mendigo cuyo subterfugio para obtener dinero es ofrecer al transeúnte la posibilidad de ver una pantalla en plena caminata. Después de eso, podría decirse que ya está, la posible existencia de Videodrome es indiferente, sólo tiene que ver con la lucha de los particulares por el poder. Lo definitivo es el campo de batalla: el video y la T.V. es donde, de allí en más, se disputaron las mentes.

I shot the wolfman. Sobre El hombre lobo. Estados Unidos, 2010. Dirección: Joe Johnston.




Por Víctor Conenna.

Londres, 1891. Entregado por su propio padre (Anthony Hopkins) Lawrence Talbot (Benicio Del Toro) es encerrado en el Hospital Psiquiátrico de Lambeth. El médico psiquiatra, quien ya lo había tratado cuando era niño, decide experimentar con él y lo expone a la luna llena, en un laboratorio colmado de facultativos, tratando de demostrar que la licantropía existe sólo en la mente de Lawrence. Como era de esperar, Lawrence se transforma en lobo, asesina al médico, a sus colaboradores y a todos los que se cruzan en su camino, huye por los techos ante la impotente persecución de la policía y se refugia debajo de un puente a orillas del río Támesis.

Esos escasos ocho minutos y medio constituyen el único fragmento de la película que posee cierta intensidad y suspenso. Es que la remake de El hombre lobo dirigida por Joe Johnston (a pesar de contar con los avances lógicos que se produjeron en el campo audiovisual) no alcanza en ningún momento la atmósfera de misterio que envolvía a su antecesora de 1941. La oscuridad, las ruinas, la escenografía gótica y los esporádicos toques expresionistas no logran conformar el clima que requiere este tipo de películas.

La propuesta del film es limitada y carece de cualquier tipo de estremecimiento merced a su falta de fluidez narrativa y tensión argumental. Hay un uso excesivo de flashbacks que no aportan nada nuevo en el desarrollo de la historia y la subtrama romántica, la relación entre Lawrence y Gwen (Emily Blunt), está tan desprovista de pasión que uno se pregunta por qué la chica se sacrificaría por ese hombre que es prácticamente un extraño para ella.

El guión escrito por Andrew Kevin Walker y David Self, que carece de una elaboración siquiera aceptable, despliega demasiadas líneas interpretativas innecesarias (la leyenda gitana, la parábola del hijo pródigo, el psicoanálisis) que se pierden en el camino y no alcanzan a darle a la película la densidad dramática pretendida. En este sentido, tenemos un enigma (¿quién asesinó a Ben Talbot?); además, Lawrence está enamorado de una mujer que se parece muchísimo a su madre muerta (por la que él sentía adoración) y sobre el final pretende matar a su padre: la relación familiar reposa sobre una estructura edípica que parece haber sido aprendida en un artículo de la revista Cosmopolitan.

La obviedad del guión y la falta de esmero a la hora de delinear los personajes principales no constituyen una base firme para que se luzcan los protagonistas y, consecuentemente, emerge otro de los grandes problemas de la película, ya que los excelentes actores que los encarnan parecen haber olvidado todo lo bueno que desarrollaron en anteriores producciones. El multifacético Benicio del Toro no alcanza la fuerza expresiva que lo llevó a interpretar maravillosamente al Che Guevara en la película dirigida por Steven Soderbergh y cuando se desborda está muy lejos de exhibir la locura frenética que caracterizaba al Dr Gonzo (el personaje de Pánico y locura en Las Vegas); Anthony Hopkins resulta repetido y, por más que sea un lobo, no tiene la ferocidad de Hannibal Lecter o de Tito Andrónico; a Emily Blunt le falta la pasión y el dramatismo que transmitía al enfrentar los conflictivos primeros años de su reinado en La joven Victoria y Hugo Weaving no es el perseguidor implacable de Matrix.

En este contexto, cuesta mucho entusiasmarse con el relato. A pesar de su corto metraje (aproximadamente noventa minutos) la película se hace larga, la pelea final no le interesa a nadie y el espectador desea que abunden las balas de plata para que maten a todos y se termine lo antes posible.

Sobre Drácula. Estados Unidos. 1992. Dirigida por Francis Ford Coppola.


Por Rodrigo Montenegro


“La nieve está cayendo lentamente y hay una enorme tensión en la atmósfera. Es posible que se trate solamente de nuestros sentimientos, pero la impresión es extraña. A lo lejos, oigo el aullido de los lobos…”
Bram Stoker, Dracula.


Una antigua leyenda se hunde en los Balcanes. En ella se mezclan las supersticiones populares y una oscura figura histórica. De algún modo, la profundidad de ese arquetipo, de esa idea que se transmite desde los miedos del pueblo hasta la pantalla cinematográfica, pasando por la literatura, da cuenta de una productividad que se mantiene constante, que late como una pulsión cada vez que se lanza su nombre: Dracula.

Tal vez, la formulación de una historia en el acto mismo de la narración es un mecanismo que adhiere un sedimento más a esa leyenda que se alimenta a lo largo del tiempo, y en este caso, una leyenda ampliamente conocida. Cuando Bram Stoker reconfigura los materiales en torno a Vlad el empalador para escribir su novela epistolar de 1897, sin dudas establece una primera fijación de la historia de ese personaje, como un despiadado acechador de la noche. Lo mismo sucede cuando en 1992 Francis Ford Coppola construye el relato cinematográfico de esa figura, ya ampliamente difundida en occidente a través de la novela del autor irlandés. Por ello, se podría considerar a ésta segunda fijación como la definitiva, debida la trascendencia que el film obtuvo, la aceptación del gran público, y en definitiva, el éxito con que se impuso; aunque la historia se tuerza hacia un romanticismo idealista, para hacerla un poco más accesible a los requerimientos de Hollywood.

Pero más allá de problematizar cuán cerca o cuán lejos se halla la película del texto, es innegable que el arquetipo del vampiro alcanza una profundidad especial bajo el ojo de Coppola. Lo interesante es hurgar en esos detalles que seducen desde la oscuridad de una tumba o del resplandor de la sangre.

Si la leyenda es conocida, no por ello la imagen es menos cautivante. Las elecciones del director son formulaciones cuidadosas que pretenden la construcción al detalle del ambiente. Y es en ese sentido donde se opera la significación de la película, donde encontramos el mérito de Coppola, quien mostrándonos la decrepitud de un anciano en una bata de seda roja recorriendo los pasillos de un castillo en ruinas es capaz de suscitar la doble sensación del goce. Es imposible no cautivarse en el rojo profundo de una túnica que se arrastra en la oscuridad, al tiempo que las manos del anciano producen al menos un ligero escozor de repulsión. Esas son las articulaciones que alimentan la historia a través del sentimiento de horror sobrenatural que se disemina en el film. Para ello, la creación de la atmósfera, no puede ser un dato menor; de hecho, es la clave de la narración, como lo señaló un maestro del género, Lovecraft.

El vampiro como significante, posee múltiples interpretaciones, pero desde el arte, ya sea literario o cinematográfico, la atmósfera que lo rodea es necesariamente una marca estética, un signo de la territorialidad de ese ser nocturno que contagia con la mordida. El espacio del vampiro (Dracula debe dormir cubierto de su propia tierra) se carga de sentidos que terminan de designarle una identidad. Por ello, la noche, la abadía abandonada y el castillo en el paso del Borgo son formas absolutamente necesarias de esta identidad sobrenatural. En el film de Coppola se respira una atmósfera de encierro, de tierras húmedas transportadas por gitanos, de sangre que empapa cuellos, detalles que hacen el territorio del vampiro.

Fotograma a fotograma la película incurre en la paradoja lo siniestro; cautivando desde una dirección de arte perfectamente cuidada puesta al servicio de la perversión del conde (y del director). De este modo, las escenas configuran las dos caras (atracción/repulsión; placer/goce) de una obra velada con el manto de lo siniestro, dejándonos echar una mirada en la belleza que se esconde en la sangre y la muerte. Esa configuración de un arte siniestro posibilita la convivencia de dos elementos aparentemente antagónicos como el amor y la muerte, cuyo símbolo más acabado es sin dudas el vampiro. El subtítulo que acompañó el afiche promocional “Love never dies”, hace explícita la dualidad que se desliza a lo largo de la película, donde la pulsión de muerte late en paralelo con la afirmación del amor.

Por ello, el tratamiento que Coppola propone sobre la figura de Dracula es en sí misma un ensayo sobre la siniestra relación entre el sexo y la muerte. Lanzando miradas hacia lo demoníaco, el salvajismo, el sexo y la violencia de una sociedad de estética victoriana aunque muy cercana a los gustos contemporáneos.

Palabra final: Coppola se permite dos licencias fundamentales que pueden sintetizar el metarelato que se teje detrás de la historia de Bram Stoker. Una de ellas es la elaboración de un prólogo (ausente en la novela) donde se narra la pre-historia del conde. Se muestra la vida mortal de Vlad, el caballero de la orden del Dragón que lucho en defensa de la Cristiandad, aunque con un salvajismo cruel para con sus enemigos. Coppola muestra el germen del vampiro, antes de la maldición.

La segunda licencia se inserta dentro de la agitada vida moderna que Londres exhibía en el fin de siglo XIX, cuando el Conde y Mina Harker se encuentran en un “cinematógrafo”. Las figuras que se representan en la pantalla provocan un sentimiento primario ante la audiencia: temor. Coppola aprovecha para recordar que la materia misma de la cinematografía tiene una antigua alianza con el miedo, instinto primario que se despertó en los primeros espectadores de los hermanos Lumière. Esa es la misma coordenada que el vampiro articula, como signo cultural de lo prohibido, de la muerte y la sexualidad.