Notas sobre los “falsos documentales” en el cine de terror (3/4).
por Matías Moscardi
TERCERA PARTE: LA IRRUPCIÓN DEL GÉNERO (1990-1999)
1. 1990: the world is chanching
Hasta el momento, hablando estrictamente, no analizamos ningún falso documental. Menos aún, un flaso documental que funcionara como película de Terror. En cambio, seguimos el camino de migajas en el bosque. Ahora llegamos al living de la casa de la bruja. Bienvenidos.
En los años noventa aparecen elementos residuales, que retoman características que fuimos rastreando en el pasado, y a la vez aparecen elementos emergentes, que se encargarán de transformar al falso documental en una película de Terror.
En otras palabras: lo que antes era un elemento accesorio (o en todo caso complementario) en los noventa deviene una forma genérica constituyente y bien delimitada dentro del cine de Terror.
En sus ficciones, Borges construye por momentos una idea del Terror centrada en la posibilidad de que lo Imaginario se vuelva Real, la posibilidad de que la copia sea el original o de que el sueño ocupe el lugar de la vigilia, etc. La misma fobia aparece procesada en los falsos documentales de los noventa entendidos como películas de terror: porque lo que se presenta como horroroso es precisamente el margen delgado de lo Real.
La primera nota de lo que apenas unos años más tarde se transformaría en un verdadero subgénero cinematográfico, dentro del cine de Terror moderno, la apunta un programa de televisión producido por la BBC de Londres, que salió al aire en 1992. Estoy hablando de Ghostwatch, acaso el primer “falso documental” propiamente dicho, con todos los elementos formales del género.
En Ghostwatch asistimos a un programa de media noche, una superproducción divida en dos: en un estudio de televisión, seguro y con calefacción, un conductor medianamente convincente, una parapsicóloga y varios asistentes telefónicos dirigen el programa; mientras que afuera del estudio, en algún barrio residencial de Londres, una turba de asistentes de cámaras y sonidistas especializados, una chica rubia y un chico bromistas medio tonto, monitorean con la más alta tecnología una casa de familia en donde sus habitantes (una madre y sus dos hijas – es notable que falte el padre) experimentan fenómenos paranormales.
Desde el título del programa, podemos notar que el acento está puesto en la mirada, el avistamiento, pero también la vigilancia, todos matices contenidos en “Watch”. No obstante, inmediatamente se advierte que esa mirada es voluntariamente parcial, sesgada: los fantasmas son metonimias. Nunca aparecen de frente; por el contrario, una parte de la representación está por fuera del campo de la cámara. Lo que la cámara puede registrar es una huella. Por eso, su visión es metonímica: nos muestra la Parte (del fantasma) por el Todo: ruidos, manchas en la alfombra, cuadros que caen al piso, niñas que se automutilan la cara con rasguños, sombras borrosas, etc.
Hay otro fenónemo destacable: los espectadores pueden ver el trabajo de las cámaras. En otras palabras: hay una cámara que filma las cámaras. En Ghostwatch, lo Real está necesaria y doblemente mediatizado: hay una cámara que intenta captar la realidad y otra que intenta captar el modo en que la primera capta esa realidad. Y esto implica dos posiciones, refractarias: una cámara subjetiva (la cámara que filma el fenómeno paranormal) y otra objetiva (la cámara que filma las cámaras). Pero este juego de cajas chinas supone una certeza técnica: siempre hay un punto ciego, algo que no puede ser registrado. Y es precisamente lo no registrado por esa mediatización lo que constituye una de las claves de representación del Terror moderno, lo que encontraremos más adelante en Alien Abduction (1998), The last broadcast (1998) y sobre todo en el mega éxito The blairwitch project (1999).
El final de Ghostwatch es genial. Los equipos se descomponen, las cámaras fallan y el lugar seguro se vuelve, de pronto, una zona amanazada: acudimos al avistamiento del primer poltergeist en un estudio de televisión. Las luces estallan, los camarógrafos salen corriendo, los asistentes telefónicos huyen despaboridos. El conductor, implacable, sigue hablando en la oscuridad. De pronto, distinguimos su silueta, mal encuadrada, vemos su boca y su torso. Su voz ha cambiado, la escuchamos ralentizada, diabólica. Balbucea algo que no alcanzamos a decodificar. Y de pronto se acabó. De pronto ya era de noche.
2. Autopsia de un muñeco del espacio exterior
Cuando tenía 16 años, era fanático de dos revistas: Muy intresante y Conozca más. Todavía conservo muchos de los números que compraba en ese época. Por ejemplo, el número extraordinario sobre “El hombre de las nieves”, de Muy interesante; o el número sobre “La esfinge de Marte”, de Conozca más. De todos ellos, el más famoso fue, sin ninguna duda, el de la autopsia de un extraterrestre. Recuerdo que cuando vi la propaganda por la tele, agarré la bici y salí a toda velocidad, desesperado, a un quiosco de revistas cerca de casa. Fallé: se había agotado al instante. El fenómeno de marketing dió resultado. Conozca más agotó todos sus ejemplares en menos de un dos días.
Alien Autopsy (1995) es un mediometraje dirigido por el británico Ray Santilli, distribuido en VHS como la auténtica autopsia que los especialistas del Ejército estadounidense realizaron a un extraterrestres desafortunado que se pasó un semáforo en rojo y chocó en Roswell, allá por 1947.
Del video no hay mucho que decir. Durante media hora vemos cómo unos médicos abren el cuerpo de un enano cabezón y le sacan las tripas. Pero en cambio es importante pensar en la producción de este tipo de objetos de consumo. Porque lo que no advirtieron los productores de Ghostwatch ni de Alien autopsy es que no era necesario recurrir a la Verdad para vender.
Los formatos que utilizaron hacen mayor hincapié en el hecho documental que en el hecho cinematográfico en sí. Lo demuestran los medios que eligen para su distribución: un noticiero televisivo y una revista de divulgación pseudocientífica.
Esto cambia radicalmente con Blairwitch, porque ante todo cambia su espacio de reproducción. Pasamos de una revista o de un noticiero, directo a una sala de cine. Pero para llegar hasta acá, necesitamos dos impaces importantes: Alien abduction y The last broadcast.
Una cosa más con respecto al muñeco operado: fue la gran descepción. A las pocas semanas todos nos enteramos que el teléfono que estaba en segundo plano, en la sala de operaciones, tenía un cable de esos enrulados. Y esos cables no existían en 1947.
3. Los que triunfan al perder
Alien Abduction: Incident in Lake County (1998), de Dean Alioto, es la película que más se acerca al formato de Blairwitch. La película empieza como La guerra de las galaxias: con un texto explicativo y una voz en off que oficia de lector.
Es navidad. Estamos en la casa de campo de los McPherson. Lo que estamos por presenciar sería algo así como “la evidencia de que no estamos solos en el Universo”. Eso dice el texto. Digamos que el Alien es América: hay que descubrirla para estar completos. De lo contrario, al mundo, al Universo, le faltaría “algo”.
Los McPherson están cenando hasta que se corta la luz. Los tres hermanitos salen a ver qué ocurre y se topan con una nave en forma de bola gigante. A unos metros, dos aliens mutilan pacificamente a una vaca. Los McPherson filman nerviosos y exitados. Se pasan la cámara para ver mejor. Hasta que los aliens advierten su presencia y los arremeten con un rayo láser. Ahí empieza la hecatombe, La noche de los muertos vivientes o, lo que es lo mismo, Asalto en el precinto 13: los McPherson tienen que resisitir en su casa de campo el asedio de los aliens.
La película es, para mí, insoportable. Sin emabrgo aparece el hallazgo de la confesión frente a la cámara, mejor aprovechado en películas posteriores: el que filma se pone frente a la cámara y se despide del mundo para siempre, como la pelirroja de Blairwitch en la escena final llena de lágrimas y mocos, parodiada hasta el hartazgo. La confesión del joven McPherson implica, de alguna manera, la certeza de que los aliens no destruirían el film, como si todo video casero fuera de esencia testamentaria.
El final es muy gracioso. Para calmarse, los sobrevivientes de la familia deciden ponerse a jugar a las cartas en la cocina (?!). La hija menor del matrimonio, de seis o siete años, actúa raro: camina como un zombie de acá para allá y dice que tiene “algo importante que hacer”. De pronto, irrumpen en la cocina dos aliens y adormecen a todos por medio de una especie de control mental. Uno de ellos levanta la mano hacia la cámara y la apaga, también con la mente, calculo. Al final, nos dicen que si sabemos algo de los McPherson llamemos al 1-800-555-0022 (sic).
Con The last broadcast, de Stefan Avalos y Lance Wailer, se completa la encrucijada que desemboca en Blairwitch. Voy a ser sincero. Vi esta película hace mucho tiempo. No me gustó. No volví a verla. Pero recuerdo algo que me llamó la atención: al final era todo mentira, no había fantasma, el mismo director de la película era el asesino. Eso me pareció genial.
El resto de la película es bastante parecido a Blairwitch: unos jóvenes estudian un mito urbano y mueren misteriosamente en un bosque. Queda como testimonio una cinta de video arruinada justo en el momento en que vemos vagamente el contorno de aquello que los mató.
La película muestra paralelamente el trabajo de investigación del director y de los editores por recomponer la cinta. Al final, el contorno misterioso revela la cara del director que es, a su vez, el conductor del documental.
Si cruzamos esta clara vuelta de tuerca con el modo de registrar los hechos de Alien abduction, llegamos como por arte de magia, o como si se tratara de una receta de Choli Berreteaga, nada más y nada menos que a la película responsable de gran parte del cine de terror –bueno o malo– del tipo “falso documental” de los últimos 10 años: The Blairwitch project (1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez.
Blairwitch es un producto neto. La plata que usaron los productores fue invertida, casi en su totalidad, en movimientos de marketing. Armaron una especie de mito antes de lanzar la película. Pusieron la foto de los chicos desaparecidos en cajas de leche. Mantuvieron a los actores durante un mes en un hotel. En fin, montaron el escenario para juntar los frutos con pala.
La película es literalmente un documental. El final, sin embargo, incluye una vuelta de tuerca típica de un relato policial o de Henry James. La cámara cae y vemos a uno de los chicos contra un rincón, imagen que remite al modo de matar que tenía un asesino de niños que, según dicen, había masacrado a 14 muñequitos, allá por comienzos de siglo. Entonces, lo que perseguía a los adolescentes de Blair no era la bruja sino el fantasma de un serial killer.
En definitiva, más allá del gusto personal, Blairwitch nos da una lección de sociología de la cultura: a veces es más importante el proceso que el producto. Es innegable que los directores, sean o no ladrones a mano armada, la hicieron bien. Como diría Freud, son esa clase de personas que triunfaron al perder.
Una maternidad periférica
Sobre: A l’inteieur , Francia, 2007, Dirección: Bustillo-Maury, 83’ .
Y Baby Blues, USA, 2008, Dirección: Jacobson-Kaleka, 85’.
por Pablo García.
Tagline: - Mamá, no quiero la sopa, mam… chak!
- Mi mamá no me mima…
Tanto la obra de Bustillo-Maury como la de Jacobson-Kaleka se ganaron la fama de películas fuertes. Sin embargo, a pesar de compartir categoría, compiten en estamentos diferentes. Mientras la estadounidense es ruda argumentalmente, la francesa adquiere el título, sobre todo, por méritos discursivos. Específicamente: la primera no tiene problemas en meter la cámara justo a tiempo para mostrar la mejor manera de abrir una panza a tijeretazos (de hecho lo disfruta, lo erige como recurso fundamental); la segunda, a la hora de la violencia física, corre la vista, como aprendiz de morboso. Apenas soporta (acaso prefiere resaltar) la violencia psicológica de cada ataque: el foco es sobre la nena que se moja los zapatos, no sobre el puñal que perfora una y otra vez la espalda de su hermano.
Pero de madres estábamos hablando. Baby blues construye, casi, la figura de una Medea contemporánea y campechana. Las relaciones filiales y la trama son simples: una mujer trastornada (en parte por la ausencia de su marido, pero también con ciertos brotes místicos) intenta canalizar su tensión en el crío que se encuentre más a mano, semblanzas de una familia tipo americana. Para fortuna de aquella, y de la filmación, los chicos son numerosos y está dentro de las posibilidades del villano seguir concibiéndolos.
En París, en cambio, las cosas nunca pueden ser tan sencillas. Por eso las madres de la historia son tres; el problema radica en que solo hay dos hijos. Pasamos en limpio: Sarah está a punto de dar a luz y, sin padre ni marido, su madre es el único sostén en esta dulce espera ¿Y la tercera? Acá: la noche anterior al parto, alguien golpea a la puerta y viene a reclamar lo que cree suyo: la criatura que aún no nació.
Como si fuera poco, la literatura clásica vuelve a meter las narices cuando, acosada por la extraña psicótica, Sarah no distingue a su madre, que llegaba al rescate, y le atraviesa prolijamente la carótida. Nada de Electra, puro Edipo transexuado: asesinato ignorante y un desollamiento bastante posterior que acentuará la cita.
Además, el carácter doble de la protagonista (Sarah: madre-hija) permite que se refuercen aleatoriamente cada una de sus condiciones, multiplicando con ello sus temores y preocupaciones. Si bien, como dijimos antes, este film pondera la sangre y la violencia física y explícita, no está ni cerca de olvidarse de la castigada psicología de esta primeriza: encerrada en el baño, olvida la macabra persecuta para pensar tranquila en el matricidio.
Aquel refrán medieval y uruguayo que aseguraba que la calidad de un gore se medía de acuerdo a los centímetros cúbicos de sangre salpicada no ha caducado, pero definitivamente se ha quedado corto. La sangre también puede abundar pero esparcida con detenimiento, con morbo, con metódico detalle.
Más allá del informe médico final, y de las causalidades técnicas que de ello se derivan, la película norteamericana disemina varios indicios relacionados con el origen de la locura de Colleen Porch y poco tienen que ver con la ciencia: envidias, biblias, desconfianzas maritales. No obstante, nada de esto parece ser definitivo. No hay una explicación consistente, y eso es un acierto.
Contrariamente, A l’interieur retoma sobre el cierre una escena inicial. Arma una cadena lógica de razones que terminan en el desenlace de la trama: Sarah, en un accidente vial provoca la muerte del hijo de aquella que ahora se lo quita. Tristeza, locura, venganza, satisfacción. Eso parece un desacierto. Desde este momento, la película entera se inscribe en el plano de la anécdota, de lo acotado, de lo privado. La loca que puede golpear a tu puerta y convertirte en recorte de milanesa, sólo hará su visita si le mataste a un nene. El peligro latente se vuelve insignificante, una revancha demasiado personalizada.
Fe de niños: el horror del cuerpo infantil.
por Joaquín Correa.
Crece
y se reproduce
como las manchas
de humedad
justo en el techo
sobre la esquina
nadie percibe
que está ahí.
“Humedad”, Coiffeur
uno.
Veo El orfanato por segunda vez; me digo: debo analizarla, detenidamente, prestar atención a cada detalle. Pensaba que “el efecto terror” sólo era propio de la primera vez, y que ésta, la segunda, podría ver(lo) todo con pausas, deconstruyendo las secuencias, indagando la raíz del drama, su trama. Me equivocaba. La película ejerce sobre mí el mismo efecto. Me captura, me sumerge en su atmósfera.
¿Cuál es, entonces, el efecto terror? ¿Dónde o cómo se construye?
Si pensamos que el género (terror) es asimilable a otros (suspenso, por ejemplo) en tanto se define desde el efecto que provoca o desea provocar, el punto nodal del análisis sería indagar eso, dónde reside el efecto. Así, lo terrorífico podría ser puesto en paralelo con el efecto históricamente predominante en Occidente: el efecto de lo real: hacer creíble. Pero el terror va más allá: hacer creíble, sí, pero también perturbar al interlocutor. Porque en este género el lector, el espectador, no se erige como el punto de llegada neutro, pasivo, sino que deviene en el sujeto al cual se dirige el blanco, es el sujeto blanco, ya que el terror es el trabajo sobre lo denso, lo oculto oscuro, lo callado acallado, el silencio: (…) me daba cuenta que el silencio es el fantasma de los sonidos. Y que si bien una historia que yo pueda estar contando remite a una cosa puntual y que todos sabemos que puede haber en la historia un bajo profundo que remite a tu propia historia personal, en el silencio está tu propia historia, con tu nombre, tu apellido, los personajes tuyos, tu propia cara, tu propia vida, todo lo que te pasó y lo que pensás que te va a pasar y lo que te está pasando. Y a veces eso es insoportable. (…). (1)
dos.
Lo perturbador de El orfanato son los niños. Desfila por el film una galería perversa de niños: niños mutilados, niños con máscaras de animales, niños que emiten sonidos de animales, niños muertos, niños fantasmas, niños cadáveres, niños con síndrome de down, niños enfermos, niños adoptados. Todo el parámetro de lo a-normal está presente (lo que no es El Niño), aunque, parece decir el film, la inocencia, el juego, es decir: los niños, es lo a-normal por excelencia, al ser éste el estado que se desconoce por completo, que no se entiende, que genera el conflicto y desencadena una pesada trama de cuerpos malditos.
tres.
El argumento del film podría sintetizarse en pocas líneas: una familia llega a una vieja casa cerca al mar. Allí establecerán un centro de atención para niños con capacidades diferentes. El hijo del matrimonio (los supongo casados, pues son bien españoles) es adoptado y portador de HIV. La casa funcionaba antes como orfanato y allí pasó su infancia la madre. Hasta aquí una sola historia. Pero todo buen cuento, enseñanza maestra de Quiroga para el horror, narra dos cosas al mismo tiempo: ese orfanato esconde en su seno, en lo más profundo de sus habitaciones, el murmullo de los niños amigos de la madre, sus cuerpos insepultos, víctimas de una de las celadoras. De ahí el cruce en las tramas, el horror, la irrupción de otro orden y otra lógica.
cuatro.
El peligro mayor de hacer un film sobre niños huérfanos es caer en la mirada-Cris Morena, Chiquititas. O peor aún: Michael Jackson. Y sin embargo hay, todavía, allí algo: el niño. Residuo de la inocencia, depositario de los bienes de la humanidad por excelencia, tiempo idílico de perfección, antes de cualquier caída y crecimiento que lo pervierta, el niño siempre ha sido lo incorruptible, lo hermoso, el futuro. SI empezáramos a remover por ahí tendríamos cadáveres sobre cadáveres, una tierra arrasada, la llegada del desastre: el cuerpo del niño es el cuerpo mutilado, el cuerpo silenciado, reprimido. La infancia sería así el tiempo del horror, porque es allí donde pudo ocurrir todo y no hay certeza ni memoria que sea capaz de verificar al menos algo, lo mínimo. Volver a la infancia, por ello, al secreto de la infancia, implica la muerte, el suicidio del sujeto.
cinco.
Por cada muerte, por cada acercamiento al otro tiempo, el tiempo de la infancia eterna, el tiempo del cuerpo mutilado, la pequeña calesita del jardín, gira. Y chirría.
seis.
Reuniendo algunas de las palabras mencionadas hasta aquí con mayor asiduidad (“niños”, “muerte” y “secreto”) daríamos forma a toda una poética de la mirada, a la construcción y fortalecimiento inmediato de un modo de ver-otro. Ya desde la conjunción de dos historias, ambas situadas en dos planos contrapuestos la mayor parte del tiempo, aparece esta posibilidad: vale decir, quién es capaz de atravesar ambas cartografías, quién es capaz de encontrar la unión con lo otro, quién puede ver-creer, vivir y contar la experiencia del pasaje, del cuerpo marcado. Hay que desconfiar de lo que uno cree que ve y por lo tanto también de lo que siente cuando cree ver lo que ve (2). Nuevamente: el horror, el efecto sobre la percepción y la caja de resonancia interior, personal, del interlocutor.
siete.
Relato gótico: castillo, presencias, un faro, su luz, lluvias por las noches. Fiestas de disfraces, ágapes, durante el mediodía.
ocho.
Al menos dos veces es explícita la mención a Peter Pan, el relato de los niños perdidos, de los cuerpos anormales (fantasmales, eternos, extraordinarios). El film puede ser visto a partir de allí como la narración de la opción de Wendy: la eternización del rol materno, la constitución de un hogar definitivo. Pero también, y desde la última composición de Lars Von Trier, el film cobra otras dimensiones desde el relato de la culpa, la paranoia del filicidio. El suicidio de la madre, la imagen última que reproduce La piedad cristiana podrían ampliar el alcance de esa Wendy desesperada, tan fuera de sí, dispuesta a jugar con los niños muertos, sus amigos, para recuperar a su hijo. Que tal vez ella misma haya empujado a la muerte.
La madre de Lars Von Trier junto con la niña y el jardín de Pizarnik: difícil aunar más perversión y muerte.
nueve.
Si participamos del punto de vista de la Madre, lo que el film propone y dispone, se establece otra mirada posible sobre la infancia: el pasado. Desde esta posición, la búsqueda de la madre forma parte de un relato del crimen, no tan sólo la búsqueda de pistas palpable que la lleven finalmente hacia Simón, su hijo, sino, y sobre todo, el cambio de foco, la concentración de la atención sobre aquello que siempre estuvo pero que nunca fue de relevancia, que nunca fue atendido en su punto preciso como expresión de algo más. Es la grieta del pasado en el presente, el suceso que vuelve retrospectiva y obsesivo - paranoica la visión y la re-construcción de los recuerdos. Es, en fin, el relampagueo del pasado en un breve instante del presente: la destrucción del tiempo como había sido narrado hasta ahí, la bio-grafía del sujeto, el advenimiento de la posesión, la locura y la muerte.
diez.
Como si todo esto fuera poco, actúan el Señor Barriga y Geraldine Chaplin.
NOTAS:
(1) Entrevista –inédita- a Gabo Ferro, La Plata, 14.03.2010.
(2) Piglia, Ricardo (2001); “Modos de ver” en María Torres (coord.), Pintura Argentina. Abstracción I, Bs.As., Ediciones Banco Velox y Clarín.
Velar la oscuridad de la noche.
Sobre La hora del lobo de Ingmar Bergman
Nombre: Vargtimmen (La hora del lobo). País: Suecia, 1968. Dirección: Ingmar Bergman. Duración: 90 minutos
por Rodrigo Montenegro.
Tagline: “Noche eterna cuando pasaras, cuando encontraran mis ojos la luz”
Antes que nada un pacto de verosimilitud. La película se inicia con una advertencia. La narración que se sucederá está tomada del diario del pintor Johan Borg, quien desapareció sin dejar rastro de la Isla Baltrum, en las islas Frisonas. Los acontecimientos que se presentarán a continuación están basados en dicho manuscrito (como no podía ser de otro modo).
Inmediatamente se escuchan ruidos. Martillos, sillas que se mueven, hierros, voces que dialogan se dejan oír mientras los créditos recorren la pantalla. De repente: “- ¡Silencio todos! ¡Rodando! Toma. Cámara. Comenzamos.”
La película se inicio, ya no quedan dudas. Bergman nos muestra la antesala del sueño (pesadilla para ser más exactos) que pretende narrar. A continuación el primer plano de Alma, la mujer de Johan, quien mira directamente hacia la cámara y da su testimonio en una suerte de prólogo, reforzando la ilusión de realidad (lo real: problema central de la film). Bergman y toda su maquinaria cinematográfica ya han hablado. La fantasía se pone en movimiento y el relato comienza a tejer sus espesos hilos de oscuridad. Espectadores ingenuos: abstenerse.
Durante la película queda claro que el contraste entre el blanco y el negro se tiñen de significaciones. Los fotogramas se platean como pequeñas piezas cargas de sentido, donde la luz y la sombra luchan por ocupar el centro de la pantalla. El paisaje y los ambientes no son meros decorados escenográficos, sino que existe una cuidadosa elección, plano a plano, de un recorrido en imágenes que se impregnan de sugestión. La isla casi desierta que Johan elige para vivir con Alma y desarrollar su actividad artística se construye como vista desde la profundidad de un sueño, o el fondo de una pintura expresionista. Colinas, bosques y acantilados rocosos representan la geografía onírica del film. Esos espacios abiertos se desterritorializan en tanto paisajes para devenir construcción alegórica. Por lo tanto, el espacio nunca es realista en sentido ingenuo, sino que se dibuja cuidadosamente como un territorio de inquietantes posibilidades, donde el sentimiento de lo siniestro brota en cada porción de terreno.
Lo mismo sucede en los espacios cerrados. La amable y solitaria casa de Johan y Alma alberga una dualidad constante, la misma dualidad que signa la relación de la pareja. Luces y felicidad durante el día, al menos para Alma. Oscuridad y miedo durante la noche. El hogar se transforma en el espacio de la hostilidad (que explotará en el final de la película) donde lo familiar concentra las horas eternas de la noche en vigilia. Durante ese velar, el tiempo se hace denso y se carga de sombras; es lo que Johan Borg llama la hora del lobo, la hora en que la mayor cantidad de gente muere y la mayoría de los bebes nacen, cuando aparecen las pesadillas y reina el silencio. Y como fruto de ese velar que se transforma en un insomnio patológico se describe el miedo como vivencia extrema e intima de la subjetividad Durante estos espacios de tiempo oscuro se introducen las reflexiones sustanciales de Johan. Allí aparecen los recuerdos infantiles y sus traumas, los castigos físicos del padre, el regreso a los terrores más primitivos: el miedo a los monstruos que habitan en los armarios y el terror a la oscuridad. Se hace explicita la existencia de un constante sentir irrepresentable que habita en la profundidad de Johan y que puebla de fantasmas la isla.
De este modo, la película comienza a profundizar la experiencia misma del miedo, ese sentimiento que acosa a los personajes y que Alma presiente: “Algo malo esta por suceder, pero no sé cómo llamarlo”.
Estas formas fantasmales constituyen la aparición de un espacio de irracionalidad reprimida, y a partir de su presencia todo el film se carga de una sensación onírica. Los fantasmas del artista (sus formaciones de compromiso al estilo freudiano) son las figuraciones de un inconsciente que ha abierto sus puertas y dejado escapar sus miedos. Estas figuraciones o fantasmas son también materia de la pintura de Johan y dan cuenta de esa perturbación siniestra de sus sentidos: el homosexual, la mujer mayor que amenaza con sacarse el sombrero y luego su cara cae mientras sus ojos se sumergen en copas de cristal, el Hombre pájaro (cuervo), los carnívoros, los insectos, los hombres araña. La pesadilla se ha desatado. La reacción del pintor para con estas apariciones no puede ser otra que la violencia desatada en los golpes injustificados al psiquiatra, en el sexo con Verónica Volger, en el asesinato del niño a quien arroja al mar desde las rocas. ¿Reales o imaginarios? Poco importa en realidad, ya que demuestran el hondo sacudimiento de un sujeto arrojado a vivir sus temores.
En el Castillo del Barón von Merkens (configuración del espacio cerrado propio del gótico) se continúa y lleva a la máxima tensión el sentido onírico de la pesadilla. En el deambular por los pasadizos de este laberinto el protagonista se encuentra con cada una de estas figuraciones fantasmales, y a partir de estos encuentros se acrecienta la fragmentación de su subjetividad. En los dominios del castillo el lenguaje se hace cada vez más alegórico, la referencia hacia una posible recuperación de la integridad del sujeto se pierde por completo. Las imágenes construyen la alegoría de esa crisis del yo en contacto con sus miedos. El castillo alberga a cada una de estas figuraciones (la vieja sin rostro, el Hombre pájaro, la amante Victoria Volguer, personificación de la dualidad sexo/muerte) y todas ellas juntas vienen a derrocar la máscara de una subjetividad que se desvanece.
En Vargtimme Bergman produce una reflexión en torno a la naturaleza misma de lo real, atravesando sus límites y afirmando la transgresión en imágenes que ya no pueden reflejar ni dar cuenta de la realidad. No existe mimesis posible ya que lo real mismo se haya vedado para la experiencia de un sujeto abismado en su propia oscuridad. Por lo tanto, se abre paso al reinado de lo onírico y lo siniestro de una subjetividad perseguida por sus propios fantasmas. De lo real solo quedan fragmentos.
“Se ha roto el espejo. ¿Pero que reflejan las astillas?”
Psycho killer ataviado de minero.
Sobre Sangriento San Valentín.
por Víctor Conenna.
De alguna manera, uno sale decepcionado del cine después de ver Sangriento San Valentín. El filme de Patrick Lussier (director de varias películas de terror, entre ellas Drácula 2000) narra el regreso de Tom Hanniger a su pueblo natal, Harmony, en el aniversario de la masacre de San Valentín, perpetrada diez años antes por Harry Warden, un minero que se cargó a veintidós personas a punta de pico y que amenaza con volver a las andadas. Se trata de un típico producto slasher con todas sus convenciones y, por añadidura, con todas las virtudes y defectos que esto implica y, si bien no propone nada nuevo al respecto, es preciso decir que los amantes de este subgénero estarán satisfechos porque en ese sentido, sólo en ese sentido, la propuesta alcanza su mayor eficacia.
La película cuenta con una buena puesta en escena y por momentos es un buen ejercicio de cine gore con un sinnúmero de imágenes truculentas, bastante violencia explícita, algunos asesinatos muy originales, mutilaciones y mucha sangre, haciendo honor al nombre. Por supuesto, como en todo buen slasher la acción avanza con rapidez y la sensación de amenaza y peligro es constante, sólo interrumpida en contadas oportunidades para dilatar la tensión del espectador. Además, cuenta con la imprescindible dosis de sexo y un psycho killer, ataviado de minero y armado con un pico, corriendo detrás de la sempiterna chica totalmente desnuda. Todo esto potenciado por muy buenos efectos especiales y el impacto visual del efecto 3D, que nos genera la impresión de estar en la escena del crimen en el instante preciso en que la sangre salpica hacia los cuatro costados, de adentrarnos por un túnel hasta el fondo de una mina o de quedar en la mira del asesino cuando avanza hacia la cámara, sin contar las veces que tenemos que avivar nuestros reflejos para esquivar el pico homicida, el tronco de un árbol o el maxilar inferior de una de las víctimas.
Sin embargo, y al primer párrafo me remito, la decepción es lo que impera sobre el final. ¿Por qué? Porque el guión de la película es limitado. Repasemos la historia. Tras la muerte de su padre, Tom regresa a Harmony para vender la mina familiar, principal recurso de sustentabilidad económica del pueblo, cuestión que despierta el malestar y el odio de todos sus habitantes: en esas circunstancias reaparecen los asesinatos. El espectador ve al asesino pero, como se expresó más arriba, este lleva puesto el traje de minero con la máscara de oxígeno incluida, razón por la cual su identidad permanece desconocida. La intriga así planteada se refuerza con otros condimentos que van aportando las subtramas: enredos sentimentales, un embarazo no deseado, celos, hechos del pasado que necesitan ser aclarados. Hasta aquí la trama es atrapante pero a medida que avanza, la película, va perdiendo solidez argumental, se torna esquemática y, lo que es peor, cada una de las vueltas de tuerca que introducen los guionistas Todd Farmer y Zane Smith se vuelve absolutamente predecible y, por lo tanto, ineficaz. La duda sobre la identidad del asesino se sostiene, solamente, merced a una ingenua trampa narrativa (que no revelaremos en esta reseña) resuelta de una manera burda y desencantadora y que tampoco implica novedad alguna porque ya ha sido utilizada (provocando la misma decepción) en otras películas como Identidad (James Mangold, 2003) o Alta tensión (Alexander Aja, 2003).
En síntesis, una película disfrutable para los seguidores de este subgénero que no exijan mucho más.
Lo mejor: la escena de sexo en el Motel Thunderbird y sus posteriores asesinatos.
Lo peor: la revelación de la identidad del asesino.